25 abril 2013

Siempre me ha gustado el deporte. Frecuento la montaña desde hace unos cuantos años,  practicando con regularidad el alpinismo,  la escalada y el esquí. Tengo que confesar que escalando he pasado algunos de los mejores momentos de mi vida y también algunos de los más duros, con peligro real de morir congelado (pero ésa es otra historia). Ahora salgo con menos frecuencia y con un espíritu más moderado. Así que, para intentar mantenerme en forma, voy al gimnasio y a nadar, de forma habitual.
 
 
La natación es una actividad que se desarrolla de forma bastante uniforme: llego a la piscina, entrego mi ticket y me voy al vestuario. Allí dejo mis efectos personales en una taquilla (casi siempre en la misma zona) y provisto del gorro me meto en la piscina. Casi siempre intento nadar en la misma calle, incluso he cambiado varias veces de horario para asegurar que la que me gusta esté disponible. Estaba convencido, hasta esta mañana, que era un tema de gustos, de preferencias. Ahora tengo mis dudas.

Os preguntaréis que ha ocurrido esta mañana. No se trata de ninguna aventura, no. Pero es cierto que me ha hecho reflexionar y lo estoy compartiendo ahora con vosotros. 


Cuando finalizó mi sesión de natación me dirigí a los vestuarios repitiendo los mismos movimientos de siempre para ducharme antes de volver a casa. Pero entonces, cuando iba a entrar en la ducha, casi tropecé con un chico que se encontraba dentro. Un joven, parecido al de la foto, atlético y además sonriente. Y digo que casi tropezamos porque yo entraba con decisión en el pequeño habitáculo, casi como un autómata. La situación fue un poco ridícula porque como dije él sonrío ante mi precipitación y yo me sentí un poco molesto. ¿por qué? En ese momento no supe racionalizarlo, pero me volví fastidiado, y por un instante no supe qué hacer.
 
Entonces el joven  me dijo sonriente “¿sueles ducharte en ésta?” y yo siendo políticamente correcto le respondí “no pasa nada, me ducho en cualquier otra”. Y eso fue lo que hice, me metí en la siguiente. Era la hora de la comida y el vestuario estaba casi vacío y hay más de una decena de duchas. Podía elegir. Pero estaba molesto, me había fastidiado que aquel joven usara “mi ducha”. Y no era sólo eso, había colgado su toalla en “mi percha”. No sabía porque la situación me resultaba tan fastidiosa. Estaba irritado. En fin, cuando salí y mientras me secaba, el inoportuno joven (o tal vez sólo era educado?) se despidió con su gesto alegre.

Salí de allí irritado y dándole vueltas a mi enojo. Por qué me había parecido tan intolerable que el muchacho usara la última  ducha del pasillo de la derecha. Y no contento con eso utilizó también la percha! Estuve un rato recapacitando y llegué a la conclusión de que, en efecto, somos animales de costumbres. Estamos apegados a hacer las cosas de una determinada forma y cualquier cambio nos parece inoportuno.
 
En alguna ocasión un coach me dijo que es preciso conocer las emociones para saber gestionarlas. Hay que ponerles nombre. Y yo sentía cierta impaciencia y cierto enfado. Pero, ¿estaba justificado?: Sí y no.
 
 
Los cambios son mal aceptados por los seres humanos, no nos gustan, nos incomodan. El cambio nos puede desbordar o bloquear. Pero, en general cuesta bastante aceptarlo de buen grado.

Os propongo reflexionar juntos sobre el cambio en las Organizaciones. Porque los procesos de cambio no afectan sólo a los sistemas, las máquinas o los procesos. Su principal eje somos las personas y en nosotros impacta muy mediatizado por nuestro conjunto de creencias, valores y experiencias.

Sin embargo, de igual manera, sabemos que una correcta gestión del cambio se convierte en la actualidad en una fortaleza en el mundo empresarial, porque sólo las Empresas que son activas ante un cambio, es decir proactivas, sobreviven y alcanzan el éxito.

Os habéis dado cuenta con qué energía mental defendí poder usar mi ducha? Me molestó porque me hizo salir de mi zona de confort, me hizo sentir inseguro. Algo tan simple, tan pueril, tan banal.

La resistencia al cambio es consustancial con el ser humano, porque la percibimos como una amenaza (el chico atlético se quedó con “mi ducha”). Ante el cambio podemos reaccionar con dos tipos de resistencias: constructivas y destructivas.
 
 
Las positivas o constructivas son aquellas que, desde la involucración, cuestionan de forma positiva la solidez u oportunidad del cambio. Esos opositores intelectuales se pueden convertir en precursores a través del convencimiento o la negociación. Este es el caso de mi joven amigo de la piscina, me hubiera podido explicar que había muchas duchas, que podía usar cualquiera, que hay que aceptar con naturalidad  que, aunque casi siempre uso la misma, la ducha no es de mi propiedad; hay que conjugar los gustos y los usos de todos los usuarios de la piscina. Touché. Convencido.

Las resistencias negativas o destructivas son “harina de otro costal”. Nada que ver. Es el que practican las personas que no quieren participar en el cambio de forma visceral, sin escuchar argumentos. Cuando esto ocurre en la Empresa, esas resistencias  sólo se pueden vencer  con mucho apoyo, información y un análisis claro de la situación ante el cambio; de las ventajas de llevarlo a cabo y de los perjuicios de no hacerlo.

Nos oponemos por desconfianza, por inseguridad (¿“pero qué hace este tipo en mi ducha? ¿Qué se propone”?). En ocasiones entendemos el cambio casi como “una declaración de guerra”. Sin embargo otra posibilidad que podemos contemplar, es la de adoptar nuevas formas de pensar ante un determinado acontecimiento. El cambio, sobre todo cuando no es demasiado aceptado “nos arranca” violentamente de nuestra zona de confort, nos saca de una sacudida de nuestra comodidad (¿“qué hace este tipo colgando la toalla en mi percha”?).
 
El cambio provoca ansiedad. Os recordaba antes que es necesario conocer  las emociones para gestionarlas. Os animo a hacerlo.

Por cierto ¿quién es el tipo que se ha metido en mi ducha?
 

Juan F. Bueno


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