28 enero 2015

Por esto de las navidades, se hacen y reciben llamadas de amigos con quien hace tiempo no hablas.


 Hace unas  semanas  me llamó uno al que aprecio mucho  y hacía tiempo no hablábamos. La última vez que estuvimos juntos en verano quedamos en la terraza que hay debajo de su oficina a tomar café a mitad de la mañana. La terraza acristalada nos permitió  uno de esos encuentros tranquilos que hemos tenido algunas veces. Volvimos a hablar de esas cosas que por teléfono se tratan más superficialmente, de los niños, de las notas de los niños, de amigos comunes, de los planes para ese verano, del negocio y de algunas cosas más personales. En nuestra despedida ese día me dijo que su pareja le curioseaba el móvil con frecuencia y había visto el mensaje para vernos y que como siempre está muy suspicaz con todo, que casi era mejor evitar que lo supiera. De acuerdo dije, no te preocupes.

Cuando el otro día volvimos a vernos volvió a insistir: Es mejor que no sepa que hemos hablado, se preocupa mucho pensando que comentamos sus cosas y sufre inútilmente, lo pasa mal y luego lo pagamos todos innecesariamente.

Me sorprendió esta vez  la petición, casi nunca hacíamos referencias a cosas de su mujer, pero no dije nada, aunque si me hizo reflexionar sobre un tema que he tratado en muchos momentos con mis clientes en la consulta.
 
Buscamos significados en las cosas que vemos, leemos o vivimos en referencia a nosotros mismos y nuestra forma de interpretar el mundo, pero no siempre es así como lo vemos.
 
El psicólogo Chris Argyris llamó a este proceso “la escalera de la inferencia”, un proceso por el cual, a partir de ciertos datos seleccionados, asignamos un significado a ciertos eventos, y basándonos en nuestras creencias, extraemos conclusiones que guían nuestras acciones. Hacemos estas operaciones diariamente, cientos de veces sin darnos cuenta, y sin darnos cuenta a veces que son errores de interpretación.

 Subo de la planta 2 a la 3 de mi oficina y me cruzo con un compañero con el que ayer en una reunión tuve una discrepancia e inmediatamente supongo que está enfadado conmigo solo porque ayer tuvimos ese desencuentro, y no soy capaz de alejarme de ese pensamiento y buscar la posibilidad entre otros de que puede que no me haya visto.
 
Una amiga hace un comentario sobre un peinado y pienso que se refiere al  mío, sin pensar que es posible que en su cabeza estén los de otra persona.
 
Alguien habla de algo o leo una nota de alguien sobre un tema y no me paro a pensar sino que es por mi por quien hacen el comentario, sin ver cinco líneas más abajo que otra persona también se lo ha atribuido, y que puede que no sea ni para una ni para otra, sino una concatenación de detalles de diferentes escenarios que nada tienen que ver con ninguna.
 
Y esa información en la que nos fijamos está filtrada por nuestros juicios previos. A las personas nos gusta que lo que llamamos “la realidad” sea coherente con nuestros esquemas, con lo que siento y he construido en mi mente durante meses y meses, y esto nos hace inferir que lo que ocurre responde exactamente a ese esquema mental que poseemos, que se ha ido configurando a lo largo de nuestra existencia según nuestras experiencias concretas, miedos, deseos, incidentes etc…, y busco a otras personas que me los refuercen y den la razón dándoles solo aquellos detalles que yo he valorado como certeros.
 
Una inferencia no es una realidad, sino un simple producto del pensamiento pero al que damos el mismo valor que a la realidad.
 
El proceso que sigue nuestra mente parte de que:
  1. Seleccionamos de todo lo que ocurre ciertos datos y no todos los que existen.
  2. Interpretamos lo seleccionado y construimos con nuestras palabras una historia que explica el significado que los datos seleccionados tienen.
  3. Nuestra mente explica la situación estableciendo relaciones de causa y efecto.
  4. Se decide cuál es la respuesta conveniente a la situación. Aquí es cuando elaboramos una respuesta emocional para ese momento.
Puede parecer un proceso lineal, pero en realidad es más un proceso circular en donde las emociones generadas en el último peldaño influyen directamente en la selección de datos que vamos a realizar a partir de entonces. Es como arrastrarse por las emociones sin abandonarlas.

El único antídoto contra los malentendidos y enfrentamientos a que da lugar el uso de inferencias es detectarlas tan pronto como aparecen en la conversación y examinarlas despacio, quizás contrastarlas.

Y esto es muy simple, basta con primero reflexionar que se ha detectado una posible inferencia, y segundo, pedir a la persona que emitió cierta información la confirmación de que efectivamente de eso se trata y no de otra cosa. El tercer paso consiste en descender la escalera de inferencias, viendo qué datos se han usado para llegar a la conclusión a examen. Así, se tiene oportunidad de repasar conjuntamente todo y valorar si son incompletos o si se han interpretado de una forma equivocada.

Las implicaciones de esta escalera de razonamiento condicionan lo que hacemos y lo que sentimos. Nuestros actos son la consecuencia de ella. No somos en muchos momentos capaces de encontrar otras maneras de pensar, interpretar o preguntar, de hacer valoraciones fuera de nosotros mismos, otras forma de ver los acontecimientos que nos alejarían de las atribuciones en muchas ocasiones negativas sobre los hechos.
 
Con las premisas únicas se ciega la posibilidad de generar nuevas conversaciones que permitan, no solo identificar realmente si lo que se ve tan claro es la causa real de las situaciones, sino que además y en función de la información que de esta nueva conversación se derivara, podríamos influir positivamente en algún cambio de comportamiento.
 
Los enemigos no existen, solo existen los malentendidos mal encauzados. Por eso cuando malinterpreto me causo un daño innecesario que se resolvería preguntando ¿es así como lo he interpretado?

Y dejo encima de la mesa para pensar y a quien pueda malinterpretar lo que oye, lo que lee, lo que piensa, lo que le dicen… que se siente y  pregunte.
 
Mila Guerrero
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