Este fin de semana compartimos mesa y mantel con un matrimonio amigo, personas entrañables. Fue una velada muy agradable entre risas y confidencias. Nuestros amigos tienen dos hijos adolescentes, muy educados y respetuosos, de esos chavales que a uno le gustaría incorporar a su familia, sanotes, deportistas, aficionados a la tecnología. Una muestra de esa juventud en la que me gusta proyectarme.
La conversación pasó por muchas fases pero naturalmente tocó el tema de los hijos, de cómo ha cambiado la educación, de qué distintas son las necesidades de estos jóvenes que aparentemente lo tienen todo en lo material pero que se van a enfrentar a un mundo tremendamente competitivo y cambiante.
Reconocimos con humor cómo nos vamos quedando atrás en los avances tecnológicos, incluso nuestra hija más pequeña, que hace dos veranos usaba chupete cuida con esmero a su POU, esa mascota virtual a la que hay que alimentar y entretener; y no sólo eso, también comprar medicamentos si enferma y alimentos específicos.
Nuestros pequeños han nacido con una pantalla digital en la mano, mueven sus pequeños dedos, casi de bebés por las pantallas de los móviles con tremenda naturalidad. Yo todavía recuerdo las dificultades que tuve con mi primer ratón, que me parecía un aparato endiablado, que a la mínima hacía saltar el cursor al otro lado de la pantalla.
Todos los avances de los que disfrutamos hoy se incorporan a la vida de estos jóvenes con sencillez, forman parte de lo cotidiano. Con 13 años ya realizan en la escuela presentaciones en PowerPoint sobre el último tema de ciencias naturales o sociales. Y no solo manejan con soltura la tecnología, sino que además (y seguramente gracias a ella) con esa edad ya han hecho unas cuantas presentaciones en público.
El hijo de nuestros amigos, en plena adolescencia, compró los componentes de un ordenador y con una paciencia de relojero suizo y la misma ilusión, consiguió montarlo y hacerlo funcionar. Sus padres se quedaron boquiabiertos.
Quiero decir con todo esto que tenemos una generación muy bien preparada, competitiva, desarrollando desde tempranas edades habilidades sociales, tan necesarias en nuestro desempeño profesional de hoy en día.
Sus aptitudes para afrontar el cambio serán necesariamente mayores que las nuestras, las de sus padres. Ellos viven la vorágine de lo efímero, de lo que se modifica constantemente, del cambio permanente. Son la era del cambio.
Esta generación está más preparada que nunca para enfrentarse al futuro. Aunque éste pinta negro. Gris oscuro, tal vez. Pero es obligación de todos nosotros favorecer las condiciones en las que se tendrán que buscarse la vida. Ahora que les hemos dado la mejor formación de la historia no les podemos legar un país ruinoso, sin norte, a la deriva.
Nuestros representantes políticos están al servicio público de estas jóvenes personas que no pueden ver truncadas sus ilusiones por la incompetencia y la ambición sin límites de un sistema corrupto.
Son jóvenes de raza, con fuerza y ambición. Con más estudios, con más criterio, que conocen mundo, que no tienen fronteras. Cierto es que también a su lado pululan los “ni- ni”, esa generación que me niego a creer que esté perdida, que ni estudian ni trabajan, que sólo se envían sms por el móvil y se bajan videos de Youtube. Quiero creer que sólo son algunos. Nuestro país padece unas cifras de paro juvenil espantosas. Tenemos la obligación moral de ofrecer otro futuro a estos jóvenes que ven más allá del botellón del próximo fin de semana.
Son esas personas que metidos en la década de los 20, finalizados sus estudios y con escasas posibilidades laborales en nuestro país, vencen sus temores, preparan la maleta y buscan otros horizontes lejos de su familia y su entorno. Son ese talento que exportamos. Ahora somos un país que envía gente muy preparada, muy competitiva. Ya no somos los emigrantes de la maleta de cartón atada con cuerdas. Ahora esos compatriotas que salen, son universitarios, buenos técnicos, profesionales liberales que dominan idiomas, que han crecido con las últimas tecnologías y que transforman el temor en ganas de asumir nuevos retos.
Esa es la juventud que me gusta ver una noche de sábado. Porque tiene que divertirse, claro que sí, es consustancial con su edad. Deben crecer, salir, viajar, ligar, disfrutar de la amistad, y si lo desean tomarse una copa. Divertirse de forma madura y responsable.
Cuando regresábamos a casa el sábado por la noche, tras la cena, vimos en la zona de Moncloa el resto de un botellón en un jardín, cientos de bolsas y botellas vacías, restos de envases, suciedad y lo que a mí me parecía, desolación.
El hijo de nuestros amigos había salido la noche anterior y no había bebido nada; no le apetecía, pero le contó a sus padres que la presión del grupo para que lo hiciera, fue muy grande.
Nuestros amigos tienen dos hijos estupendos. Esa es la generación en la que deposito mis esperanzas. Pero no le estropeemos el futuro entre todos.
Juan F. Bueno